lunes, 30 de enero de 2012

El sueño

Era alto y delgado, como él. Erguido delante suya parecía un gigante. El sol, en su cénit, proyectaba su sombra más allá de donde le alcanzaba la vista, en la arena, que era fina, de seda dorada, como cabellos de ángel. Tenía ese aire desgarbado y despreocupado de quien otea el mundo desde las alturas, y la mirada serena de quien para esta vida es sólo un trámite. Jamás lo había conocido, pero sabía cómo era. Siempre lo había imaginado, y al fin, en ese lugar cuya ubicación no conseguía determinar, entre el cielo y el infinito, había descubierto que su aspecto era tal y como lo había dibujado en su cabeza desde pequeño. Fuerte, tranquilo, grande.

-Es ella.

Lo dijo como si aspirase sus propias palabras, pero sonó tan firme, sostenidas las sílabas con su mirada de hombre calmado fija en mi rostro, que tan pequeña frase fue una descarga eléctrica directamente proyectada hacia mi corazón. Fueron certezas, no palabras.

-Es ella y lo sabes. Yo también lo sé, por que ya hace mucho tiempo que leí tu libro.

Mi libro. Parecía natural que aquel hombre cuya existencia había caducado hacía tanto tiempo, y al que yo ni siquiera había visto nunca con mis propios ojos, hablara así de unas páginas en donde supuestamente estaba escrita mi vida de antemano. Era un delirio, yo mismo lo sabía, pero el caso es que él estaba delante mío, en aquella playa infinita, subido a una piedra ostionera, mientras la brisa que las olas traían a tierra le batían sus cabellos ralos, ya grises, y el sol curtía su vieja y arrugada faz de hombre antiguo. Tan antiguo que estaba muerto, pensé. Tan antiguo como la espuma de esta mar inmortal.

-La amo.

Sólo pude balbucirlo, y me sentí como un idiota al no acertar a articular palabra de forma más diáfana. Pero la impresión me paralizaba, y una terrible fuerza desconocida me sujetaba a la arena de aquella playa etérea, atado férreamente como raíz de un árbol al pedazo de tierra que lo cobija. Él me miró como si llevara viéndome toda la vida. Como si mi nerviosismo no le sorprendiera, como si todas las etapas de mi crecimiento no fueran ajenas para él. Al ver en sus ojos una chispa de afecto sanguíneo, de orgullo llameante, comprendí que aquel hombre había estado junto a mí desde que empecé a levantar un palmo del suelo. Detrás de mis fracasos, encima de mis triunfos, contemplando desde las alturas de lo insondable, cada huella que mi vida había ido dejando en el tablero misterioso del Universo. Y supe que justo ahora que ella había aparecido en mi camino, él había decidido avisarme de que aquellos ojos de color café, aquel pelo de diosa y aquella sonrisa de ángel eran mi única salvación. Mi ángel de la guarda.

-Lo sé. Te he traído aquí para que no olvides una cosa. ¿Sabes? Yo viví antes que tú. Y leí, todos los libros que tú has leído ya, y muchos más que aún ni siquiera conoces. Pasé mucho tiempo debajo de una higuera, o a la sombra de un pino, escuchando el murmullo del mar mientras pasaba hojas y vivía vidas, historias, que no eran mías, pero que terminaron siéndolo. También pasé mucho tiempo escondido en el fondo de un pozo, tiritando de frío. Y de miedo. Tuve mucho miedo. ¿Y sabes en qué pensaba mientras escudriñaba agazapado, con el barro por las rodillas, los sonidos de la noche, esperando de un momento a otro escuchar cómo llegaban mis verdugos?

Había hablado toda aquella retahíla como si suspirase. Yo no podía hablar. Aún así, mi boca se abrió sola, y desde el fondo de mi alma salió una voz que yo mismo desconocía, pues no la había oído antes. Y pronuncié una respuesta que yo mismo creía, torpemente, no saber, pero que poseía por pura memoria genética pues, no en vano, ella siempre estuvo, incluso antes de yo nacer, metida en mi sangre, corriendo por mis venas.

-En ella.


Asintió despacio a mi contestación, pues la esperaba. Se quitó la boina, y mientras se mesaba los cabellos, echó un último y largo vistazo al mar. La espesura azul, se levantaba imponente y se desparramaba en lontananza, hasta más allá del alcance de mi mirada. De un azul intenso, oscuro y tenebroso, la mar océana contrastaba con el fulgurante azul luminoso, celeste meridional, de un cielo que parecía romperse de tan radiante que lucía en aquel día irreal. En aquel sueño delirante. Luego me miró otra vez, esbozando una media sonrisa que sólo permitía el despunte de dos incisivos superiores más blancos que la propia nieve, antes de decirme, con voz clara y transparente como el fondo del mar en un día de levante:

-Al final de cada día, lo único que importa, lo único que es importante conservar, proteger, cuidar, es ella. Ella es tu tierra prometida, querido bisnieto israelita

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