jueves, 17 de noviembre de 2011

Es tuya

Tu lengua. Mis manos. Mi boca que se cierra sobre la tuya como una nube cargada de agua. De vida. Un trueno en mi corazón. Acelera. El alfiler que sale de tus ojos traspasa mi alma. Sonrío. Me besas. Floto. De tus pestañas sale una ola sobre la que voy mecido hasta tu vientre. Calor. Hueles a tibieza. Pan tierno. Te siento en mi cuerpo. Me llamas. Tus dedos avanzan sigilosos. El fuego crece, se alimenta de nuesto deseo. El cielo y la tierra no existen. El mundo es un sueño. Lo único real es tu voz susurrándome más. Quiero más. ¿Puedo quedarme a vivir aquí? Tu mirada es la frontera entre la oscuridad y la vida. Te propongo ser su centinela siempre. Aceptas. ¿Me das una vida? Quiero tu vida, proclamas delicadamente, bajito. Tómala, te digo. Es tuya.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Luna de noviembre

Luna de noviembre, te hablo a ti. Sí, a ti, que luminosa te recortas entre un halo esponjoso de nubes y algodón. Llévame. Ya sabes dónde, no tengo que explicartelo otra vez. Te recito cada noche, de memoria, el camino que quiero que tú me hagas recorrer. Sabes dónde está ella. Tu color es septentrional. Te alzas sobre el cielo del sur cual si te auparas sobre cada copa de cada árbol de cada bosque del norte. Tienes la bruma y el misterioso embrujo del frío, del verde, de la nieve, de la noche. Pero no es una noche terrible, ni desagradable. No es triste, ni tampoco tenebrosa. Por no ser, no es ni siquiera una noche oscura, pues un retazo de cielo claro, una lengua de fuego envuelta en espuma, todavía surca el firmamento, como un último grito callado del día que se niega a morir sin darle un postrero coletazo al atardecer. Luna de noviembre, tú eres azul. Ya hace tiempo que dejaste de ser negra. Y ese azul es acogedor, hermoso hasta aniquilar el aliento. Arrebadadoramente familiar y cándido. Tu blanco fulgurante en medio de ese azul, ese azul indescriptible y profundo, que no es mar, ni tierra, ni noche, ni frío, sino que tiene el color de la esperanza avivada en el fuego del hogar al que yo aspiro, me dice, me canta, y me narra, que ya me queda muy poco para volver a verla. Pero muy poco para mí, es una eternidad. El frío y el azul de noviembre son las huellas que el futuro me deja, como pisadas en la nieve que me guían hacia mi único destino: hacia mi hogar, ubicado, levantado y fortificado en cada centímetro de su piel, donde ya habitan, llamándome desde lo más hondo de su corazón, a que vuelva a refugiarme en el único sitio donde he sido feliz. Pidiéndome que vuelva a casa. Luna de noviembre, llévame con ella.

viernes, 4 de noviembre de 2011

El monte de los lobos

Estaban arriba del todo, y la noche se abría, infinita, esparciendo un haz de estrellas luminosas por la bóveda que no era celeste, sino azul oscuro, profundo y espectral. Atenas, la vieja y maltrecha, cuna, extendía su manto desde las laderas de aquel monte hasta las oscuras aguas que lamían la orilla del Pireo. Era una noche realmente espléndida. Soberbia.

-¿Has visto?

-Sí. Es maravillosa.


 La miró durante largo rato. Ella recortaba su perfil suave y delicado en las sombras que la pequeña ermita ortodoxa, que culminaba el antiguo monte de los lobos del Peloponeso, proyectaba hacia donde estaban. Había pronunciado esa palabra, maravillosa, con ese tono deliciosamente perturbador que le removía el alma. Las luces interminables que venían despedidas de la ciudad, allá abajo, a lo lejos, crepitaban en su tez, blanca, pecosa, hermosísima. Como el viejo mar que los esperaba, a unos kilómetros de allí. Aquella ciudad había parido una noche como esa, y él sintió, en lo más hondo de sí mismo, que necesitaba tener la certidumbre de que, algún día, volvería a revivir una noche así, con ella.

Dejó de mirarla por un segundo, y posó sus ojos sobre aquella ciudad arrebatadoramente hermosa. Por qué no, se dijo en sus adentros, por qué no iba a poder volver con aquel ser increíble a la ciudad donde las piedras cuentas historias interminables. Ella, y entonces volvió a mirarla, fugazmente, apenas lo suficiente para advertir una divertida sonrisa en sus frutales labios de fresa al sorprenderlo en anonadada observación, ella era el trozo de gloria que había conseguido arrancarle a aquella vida sucia y fea que le había tocado vivir. El trozo de luz, de color, de música y de armonía, que lo dejaban en paz consigo mismo y con el universo. El paraíso por el que había merecido la pena haber nacido. Por mi vida, volvió a pensar, que volveré contigo otra vez aquí, a lo alto de este monte mágico y embrujado. Para volver a recitarle a Atenas un nuevo capítulo de nuestra historia.


-Es maravillosa...como tú