jueves, 10 de noviembre de 2011

Luna de noviembre

Luna de noviembre, te hablo a ti. Sí, a ti, que luminosa te recortas entre un halo esponjoso de nubes y algodón. Llévame. Ya sabes dónde, no tengo que explicartelo otra vez. Te recito cada noche, de memoria, el camino que quiero que tú me hagas recorrer. Sabes dónde está ella. Tu color es septentrional. Te alzas sobre el cielo del sur cual si te auparas sobre cada copa de cada árbol de cada bosque del norte. Tienes la bruma y el misterioso embrujo del frío, del verde, de la nieve, de la noche. Pero no es una noche terrible, ni desagradable. No es triste, ni tampoco tenebrosa. Por no ser, no es ni siquiera una noche oscura, pues un retazo de cielo claro, una lengua de fuego envuelta en espuma, todavía surca el firmamento, como un último grito callado del día que se niega a morir sin darle un postrero coletazo al atardecer. Luna de noviembre, tú eres azul. Ya hace tiempo que dejaste de ser negra. Y ese azul es acogedor, hermoso hasta aniquilar el aliento. Arrebadadoramente familiar y cándido. Tu blanco fulgurante en medio de ese azul, ese azul indescriptible y profundo, que no es mar, ni tierra, ni noche, ni frío, sino que tiene el color de la esperanza avivada en el fuego del hogar al que yo aspiro, me dice, me canta, y me narra, que ya me queda muy poco para volver a verla. Pero muy poco para mí, es una eternidad. El frío y el azul de noviembre son las huellas que el futuro me deja, como pisadas en la nieve que me guían hacia mi único destino: hacia mi hogar, ubicado, levantado y fortificado en cada centímetro de su piel, donde ya habitan, llamándome desde lo más hondo de su corazón, a que vuelva a refugiarme en el único sitio donde he sido feliz. Pidiéndome que vuelva a casa. Luna de noviembre, llévame con ella.

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