miércoles, 29 de febrero de 2012

Retales

No puedo verbalizar la sensación, profunda y desgarrada, de soledad, añoranza, nostalgia, necesidad y deseo, que me invade cuando entro en esta habitación donde hemos sido tan felices, y de ti sólo queda el perfume. Oh, creía no poder transformarla en palabras, y ya lo he hecho. Quizá sea por que me salen solas las letras de mi melancolía, por que sólo puedo darte, ahora que estás lejos, las palabras.


Sol. La luz reverbera en la superficie del río. ¿Lo recuerdas? Pues no lo olvides nunca, porque ese reflejo dorado lo convierto en caricia, y la caricia en beso. Y el beso, en esta frase. Para que sientas siempre, bajo tu piel, el calor de ese sol latiendo mezclado entre tu sangre.


Odio las vísperas de nuestras despedidas. Odio las tardes de los últimos días que estoy a tu lado. El extraño nudo que se forma en mi estómago va creciendo, transformándose en una inquietud abrasiva. No me gusta separarme de ti. No me gusta tener que hacerlo. No quiero hacerlo jamás. 


¿No te ha pasado nunca que, desvelándote un momento en mitad de la noche, el estado de somnolencia e irrealidad de tu mente medio dormida te engaña de tal forma que ves, crees, palpas realmente, al ser más preciado, como si estuviera ahí, junto a ti, en la cama, compartiendo el sueño contigo? Deja, no me eches cuenta, creo que estoy desvariando. Quizá sólo me haya pasado a mí. Quizá este loco. O quizá no.

Eco. El eco del eco. Jorge Drexler escribió una canción sobre eso. Drexler es extremadamente edulcorante, pero tiene su cosa. Su aquel. Desafiando las leyes del tiempo, y de la distancia, dice la canción. Y dice bien. Es el eco que se desprende de ti el que se queda aquí conmigo, y me consuela esperando tu vuelta. Yo me desprendí del mío y te lo di, envuelto en un papel, para que te lo llevaras y que nunca te faltara mi calor. Una pizca de él. 

Si quieres más, tendrás que volver

miércoles, 8 de febrero de 2012

Magia

-¡Ven!

Ella lo miraba incrédula, al punto desconfiada. No era, sin embargo, una desconfianza severa, sino traviesa. Sus ojos entornados, y su media sonrisa de niña la delataban.

-¿A dónde quieres llevarme?

-¡Al cielo!

Volvió a reír. ¿Al cielo? preguntó ella, mostrando al hablar, como al descuido, unos dientes blancos como la nieve que cae en los Alpes al morir los últimos coletazos del verano.

-Exactamente ahí es donde te llevaría si pudiera, pero no, de verdad, ven. Dame la mano

Hacía frío y llovía. Mucho. Una sábana de agua caía fuera de la habitación donde ellos se resguardaban del temporal de afuera. Parecía como si Dios hubiera ordenado a sus arcángeles abrir las compuertas de las nubes, e inundar de nuevo la tierra para castigarlos a todos por sus pecados. El frío era corrosivo.

-Te voy a llevar a un lugar donde no hace frío.

Ella se rió con ganas ahora, y su alegre carcajada invadió aquel espacio sombrío, iluminado a penas por una vela. Las sombras se proyectaban en la pared, dibujando un halo tenebroso en torno a ellos, y ambos se divertían jugando a recortar figuras, jugando con los claroscuros. Así capeaban la tormenta, que sólo existía fuera del cuarto, pues entre ellos dos sólo había relámpagos de lujuria contenidos, a duras penas, por el frío. El maldito frío ácido.

-No me lo creo.

El tono suave en que lo dijo le subió los colores. Él le tomó la mano, y la apretó contra la suya. Las manos de aquel pequeño duende eran cálidas como el hogar. Finas, vivas, por ellas corría la sangre de príncipes orientales, y el sentía ese flujo de amor y de vida, absorbiendo para sí el calor que desprendían. Tomándolo, bebiéndoselo a chorros.

-Cierra los ojos, hasta que yo te diga, le susurró al oído.

Ella lo hizo, esbozando una sonrisa tímida. Confiada. Serena. Tranquila como el océano un día de levante en calma.

-Ábrelos.

La brisa le acariciaba su tez nívea con su mano de sal, y el beso naranja del sol moribundo le hizo abrir los ojos, sorprendida. Ya no llovía. Tampoco hacía frío, ni estaban bajo techo. Miró a su alrededor, estupefacta. Paralizada por lo no esperado.

-¿Has visto?

Lo miró, y él pudo leer en sus ojos algo tan profundo y penetrante como la propia letra con que están escritos los sueños. Alzó el brazo y con los dedos le señaló lo que había a su alrededor.

Hasta donde abarcaban sus ojos, todo era mar. Océano tranquilo limitado, allá a lo lejos, por un brazo de tierra moteado de verde que se extendía hasta desaparecer en el horizonte difuminado del atardecer gaditano. La desembocadura del río Betis se abría ante su mirada. Estaban en la azotea del hogar que tantas veces habían imaginado. Ahora era real. Ya no sentían el frío, pues había desaparecido. Bajo el frescor de una parra granada de frutos, podían oler a uva madura a punto de romperse y ofrecerles su jugo, su vida, su esencia. A su derecha, un diminuto castillo se erigía como guardián de aquella casa que pertenecía a otro mundo. A su mundo.

-Es,...es...¡tu casa!

Él la miró como si fuese la primera vez. Morena, tan bonita como una perla del Índico, ella le agarró por la cintura, y se estrechó con él. Ahora podía sentirla, tan cerca que sus respiraciones se confundían en una sola.

-Te equivocas. Es nuestra. Nuestra casa.

La noche comenzaba a despuntar por el Faro, y la oscuridad del estío llenaba, como vasos sanguíneos que vuelven a recibir su caudal de vida, la bóveda que ya comenzaba a no ser celeste, sino azul intenso. Tan intenso como el azul del mar con el que se fundía. Debajo de ellos, desplegándose bullicioso e iluminado por puntos de luces cada vez más numerosos, un pueblo insignificante se abría ante ellos. Eran los dueños de todo aquello. Regían el destino del Universo desde lo alto de aquella azotea, como en el sueño de una noche de verano.

Agarró delicadamente su cara de princesa, y mientras ella, arrobada, lo miraba con deleite, él pronunció unas palabras que, a día de hoy, aún no está seguro de si salieron de su boca, o de lo más profundo de su enamorada alma:

-Esto también te lo he puesto a tus pies.


Después la besó.