viernes, 9 de agosto de 2013

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No soy digno de que entres en mi casa, pero entraste. Por fortuna para mí, aunque esto te lo diga menos de lo que mereces. Por supuesto, tan sólo una palabra tuya basta para sanarme. Solamente una, pronunciada con la voz de ángel salida de lo más profundo del lugar adonde me dirijo desde que te conocí. Tatuada la llevo debajo del corazón, como el sonido que alberga la paz de mi espíritu. Lamento cada lágrima derramada que no supe evitar, cada sollozo ahogado por una súplica muda. No sé explicarte cuánto te quiero, por más palabras que habiten en el diccionario: simplemente, no las hallo. No están a mi alcance, aunque quizá no las necesite: mírame a los ojos, ahí las encontrarás. Cuando escucho el timbre de tu voz, dulce como una nube hecha de gominola en el país del arcoiris adonde tú y yo sólo iríamos para zampárnoslo -no se vaya a creer la gente que no somos tipos duros- mi ser actúa como una unidad, cuyo destino, en lo histórico y en lo mundano, es correr hacia ti y llevarte de la mano hacia el sitio donde no necesitaremos más que vernos cada despertar con la misma mirada del primer día.

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